Este año 2025 ha comenzado con la aprobación de la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, que introduce medidas para mejorar la eficiencia del Servicio Público de Justicia. Entre sus principales disposiciones, establece como requisito de procedibilidad recurrir a métodos alternativos de resolución de conflictos, como por ejemplo la mediación, para que una demanda sea admitida y pueda incoarse un procedimiento judicial.
Esta medida no solo busca descongestionar un sistema judicial lento, sino también trata de fomentar una cultura de diálogo, evitando así procesos en los que las resoluciones judiciales se limiten a las reglas estrictas de la normativa y a la interpretación de un tercero que ha escuchado únicamente a los representantes legales, sin dar espacio a la flexibilidad que ofrece la mediación donde los acuerdos alcanzados no solo cumplen con los requisitos legales, sino que también se toma en consideración los intereses y necesidades de las partes mediadas a corto, medio y largo plazo pudiendo llegar más allá de las discrepancias que se tratan.
Una vez que un conflicto llega al juzgado, este tiende a escalar. Las partes suelen romper cualquier posibilidad de comunicación pacífica tan pronto una petición toma la forma de demanda, construyendo muros hostiles que resultan difíciles, cuando no imposibles, de derribar. En contraste, la mediación trabaja en la dirección opuesta: promueve la empatía, la escucha activa y permite que las partes sean autoras de sus propias soluciones, por lo que se respalda el empoderamiento y el cumplimiento.
Los abogados con formación en mediación tenemos un papel fundamental en fomentar esta cultura. Nuestro objetivo no es solo defender los intereses y necesidades de nuestros clientes, sino también ayudar a que vean a la otra parte no como un enemigo, sino como una persona con intereses y necesidades que también merecen ser escuchados. En muchos casos, esas necesidades no son tan diferentes a las de nuestros clientes y cuando todos remamos en la misma dirección lejos de hacer daño al contrario porque sí los resultados son mucho má beneficiosos.
Esta cultura de mediación, aunque positiva, requiere promoción y confianza por parte de la sociedad. La obligatoriedad de acudir a una mediación puede ser un paso inicial para que las personas conozcan esta herramienta y se sientan escuchadas por una tercera persona imparcial. Sin embargo, estas medidas, aunque ambiciosas, dejan fuera a ciertos sectores de la población, como las personas privadas de libertad, quienes, a pesar de estar en un entorno diseñado para la resocialización, no tienen acceso a este tipo de aprendizaje constructivo.
En las prisiones, las personas privadas de libertad interactúan diariamente con dos colectivos diferentes: los funcionarios y otros internos. Es inevitable que surjan conflictos ya que estos son inherentes a la sociedad y a la interacción, pues las diferencias de puntos de vista y las tensiones emocionales están a la orden del día. Sin embargo, en lugar de tratar los conflictos como oportunidades de aprendizaje y reeducación, se perciben como problemas que deben evitarse a toda costa. Por ejemplo, si dos personas que comparten celda discuten por cuestiones de convivencia, el sistema penitenciario tiende a responder a través del ius puniendo, como el aislamiento en celda. Este enfoque es contraproducente, ya que castigar con aislamiento no fomenta la integración social, sino todo lo contrario.
Otro tipo de conflicto habitual surge entre los internos y los funcionarios. En ocasiones, un preso puede manifestar conductas antisociales derivadas de la privación de libertad, las cuales pueden ser malinterpretadas por un funcionario que también atraviesa un mal día. En estos casos, se genera una situación de desequilibrio donde el funcionario, con mayor autoridad, puede imponer un castigo que deja al interno en situación de indefensión. La mayoría de los internos carecen de los recursos necesarios para enfrentarse a los procedimientos sancionadores derivados de estos conflictos.
En lugar de adquirir habilidades para resolver conflictos, los internos desarrollan una indefensión autoaprendida. Este fenómeno, comparable al que padecen muchas mujeres víctimas de violencia de género, lleva a las personas a interiorizar que defenderse no sirve de nada, fomentando actitudes sumisas y perpetuando patrones de comportamiento antisociales.
Nuestra Constitución garantiza la igualdad ante la ley, pero esta promesa parece no aplicarse a las personas privadas de libertad. Si queremos que estas personas estén verdaderamente integradas en la sociedad al finalizar sus condenas, debemos reconocer y abordar los conflictos que surgen entre ellos dentro del entorno penitenciario y prepararlos para que aprendan a tomar actitudes de gestión emocional y de conflicto y no de sumisión ante ellos.
No pretendo con este artículo ofrecer una panacea para la reinserción social, pero sí subrayar que las penas privativas de libertad están justificadas por el objetivo de reeducar y resocializar. Sin embargo, en la práctica, los tratamientos penitenciarios suelen alejarse de este propósito.
Nuestro papel como profesionales del derecho no debe tener el fin con la sentencia, pues ésta da lugar a una ejecutoria en que nuestro cliente empieza un periodo difícil en todos los sentidos. Debemos estar al lado de nuestros representados durante su tiempo en prisión, asegurándonos de que tengan quien defienda sus derechos dentro del centro penitenciario. Solo así podemos evitar que la privación de libertad se convierta en un trastorno de salud mental y que los internos adopten patrones de comportamiento que perpetúen el estigma de la condena, comenzando por ellos mismos, o al menos, pormenorizar los efectos negativos que pueda conllevar la condena en la medida de nuestras posibilidades. El objetivo es vivir en sociedad y ello implica, entre otras cosas, a tomar el control en situaciones conflictivas con una correcta gestión y a saber pedir ayuda cuando no sepan enfrentarse a ellos. No debemos olvidar que abogado tiene el origen del latín como ad vocatum, el llamado a ayudar.